Anticipando el dolor
Un amigo me compartió una historia que, aunque simple, encierra una enseñanza profunda. Había programado una limpieza dental profunda justo antes de un viaje importante. No era algo que disfrutara: encías sensibles, el dolor esperado, la anestesia… todo anunciaba hora y media de incomodidad.
Llegó puntual a la cita a las 8:30 a.m., pero el doctor no. Mientras esperaba en la sala vacía, su mente empezó a divagar. Por un instante deseó que el doctor llamara para cancelar. Se justificaba a sí mismo: «Llegó tarde, sería razonable reprogramar.»
Pero en el fondo, sabía que había que hacer lo que había que hacer. No era momento de evadir. Era momento de enfrentar.
El dolor que nunca llegó
Durante la semana previa, su mente había estado ocupada anticipando el dolor. Imaginó inyecciones, sangrado, molestias. Y mientras lo hacía, gastaba una energía preciosa en un sufrimiento que aún no existía.
Cuando finalmente el doctor llegó, se disculpó por el retraso y comenzó a trabajar. Media hora pasó. Nada dolió.
Fue en ese momento, acostado en el sillón, mientras oía el sonido de las fresas y sentía apenas una presión leve, que la revelación llegó:
«Toda la semana preocupándome, y no ha pasado nada. ¿Cuánto más de mi vida he vivido así, sufriendo por cosas que nunca ocurrieron?»
La verdadera fuente del sufrimiento
Cuando terminaban esos 30 minutos, el doctor se detuvo y le dijo con amabilidad:
«Amigo, como llegué tarde debo atender otro paciente. No hay necesidad de continuar ahora. Disfruta tu viaje. Terminamos cuando regreses.»
Entonces entendió:
El verdadero dolor no vino del odontólogo, ni de la fresa, ni del ambiente. El verdadero dolor vino de su mente, de su ansiedad, de su falta de confianza.
La verdadera anestesia contra el sufrimiento inútil no es farmacológica. Es confiar en Dios. Es hacer lo que debe hacerse cuando debe hacerse. Es recordar que cada acción —o inacción— tiene consecuencias.
La coherencia del liderazgo
Más tarde reflexionó en algo aún más profundo: solemos aconsejar a otros que no se preocupen, que confíen, que actúen con paz. Pero cuando el turno es nuestro, olvidamos nuestras propias palabras.
El verdadero liderazgo —en la casa, en la familia, en la empresa— no consiste solo en enseñar bien. Consiste en vivir bien. En ser íntegros incluso cuando nadie nos ve… porque Dios sí nos ve.
La excelencia empieza cuando exigimos de nosotros mismos lo que esperamos de los demás.
El arte de confiar
La próxima vez que el miedo quiera adelantarse, recuerda:
- El dolor no siempre llega.
- La preocupación te roba hoy la paz por algo que tal vez nunca pasará.
- Tu paz no depende de lo que ocurra, sino de en quién confías.
Haz lo que tienes que hacer. Cuando debes hacerlo. Sin juicio, sin excusas, sin afán.
Y al final, no era el odontólogo quien debía sanar tu boca. Era Dios quien quería sanar tu confianza.